Un Cuento Frío como el Hielo

Había una vez una antigua feria que, con sus luces y colores, recorría las ciudades y los pueblos, llevando consigo risas, emociones y rumores. Voces perdidas entre los destellos de las atracciones. Fantasmas ocultos en las sombras de los puestos, que susurraban que todo era posible si pagabas el precio por ello y no solo de dinero estaban hablando…

Pues pasa que durante su viaje llegaron a un pequeño pueblecito rodeado por un espeso bosque. Las Navidades estaban a la vuelta de la esquina y todo el lugar estaba adornado, listo para su llegada. Allí vivan dos hermanas que se querían con locura, la pequeña adoraba la navidad por encima de cualquier otra cosa y la mayor no perdía oportunidad en hacer que esas fiestas fuera lo más especiales posible para ella. Cada año le compraba un espectacular regalo y procuraba superarse cada temporada. Pero ese año, había tenido que estudiar mucho para entrar en la universidad y no había tenido tiempo para buscar nada para su querida hermanita. Ya desesperada, decidió como último recurso ir a la feria a ver si encontraba algo allí. Caminó por los puestos abarrotados de niños gritando y respiró el olor a algodón de azúcar y palomitas que inundaba todo el lugar, pero a pesar de la alegría contagiosa, ella no era capaz de sonreír, en una semana sería Navidad y no tenía nada para su pequeña y dulce hermanita. Se sentó en un banco cerca de un puesto de churros, el calor la reconfortaba un poco, pero aun así no pudo evitar que las lágrimas aflorasen. “No me dará tiempo a conseguir algo para ella”, sollozaba en bajo, “no quiero decepcionarla y más ahora que me marcho a la universidad…” Y sin poder evitarlo más, rompió a llorar.

-Dime pequeña – le susurró la voz de una anciana sentada a su lado que ella ni había visto – ¿por qué lloras?

-Yo… Necesito encontrar un regalo para mi hermana pequeña. Ella adora estas fechas, siempre está diciendo que ojalá fuera navidad todo el año, con todos los arboles nevados y las luces de iluminado cada rincón… Pero este año no he podido comprarle nada aún y me voy a marchar a la universidad y quiero dejarle un bonito recuerdo… Que sepa cuanto la quiero…

-Bueno niña, pasa a mi caravana… Quizás encuentres algo que te guste allí.

La mujer le tendió su mano blanca y suave, tenía un ojo de cada color y la piel fría como la nieve. Debajo de la capa roja, se veía su pelo gris como la ceniza, caer largo como una cascada sobre su vestido verde de terciopelo. La muchacha sintió como unos deditos le agarraban del abrigo y escuchó claramente como una voz dulce le decía “no vayas. Te arrepentirás.” Pero al mirar detrás de ella, allí no había nada más que una sensación de frío que se caló hasta sus huesos.

La caravana de la anciana estaba pintada de color rojo y tenía dibujos de árboles y seres mágicos por los laterales. Del interior salía una luz dorada y de una chimenea retorcida, un humo plateado que invitaba a entrar. El interior se haya abarrotado de objetos raros y coloridos: los había de cristal tintineante, de metal desgastado y de cálida madera tallada. La muchacha paseaba su mirada por aquel mundo de enseres extraños, veía las cajas de música con pequeñas figuras bailando las unas con las otras, los relojes de arena que giraban solos y bolas de nieve en las que nevaba sin necesidad de tocarlas…

-Me has dicho que a tu pequeña hermana le gustaría que fuese navidad todo el año, ¿no es así? – la muchacha asintió sin mirarla – Bien a ver qué te parece esto -. De un cajón de madera con dibujos de rosas, la anciana sacó un bote de cristal verde y borlas blancas, dentro había unos pequeños pinos de madera y en la botella unos copos de plata incrustados. – Este perfume de pino es muy especial. Si lo vaporizas podrás ver, oír y oler, un precioso bosque de navidad, pero solo durante un instante. De esa forma puede ser navidad siempre que tu hermanita quiera, en cualquier lugar o fecha.

A la joven se le abrieron los ojos como platos y le pidió a la anciana,  si podría hacerle una demostración. Esta, un poco molesta, accedió y pulverizó el perfume en la caravana. Al instante ambas pudieron verse en un tupido bosque nevado, lleno de luces de colores y regalos envueltos en papel brillante; luego empezaron a oír las campanitas moverse con la brisa fría y los pájaros cantar alegres canciones; por último, les llegó el olor a los pinos, a la leña ardiendo en alguna chimenea, a pan de jengibre y especias. Luego todo volvió a la normalidad, solo había durado un instante, pero la visión había sido tan real, tan sobrecogedora, que a la joven le pareció que había durado horas.

-¡Es fantástico! – dijo entusiasmada – Es el regalo perfecto para mi hermana. Le va a encantar. Te pagaré lo que mi pidas.

La anciana se lo vendió por un precio barato, ya que el magnífico objeto tenía un gran pero: Solo podía ser vaporizado tres veces en el mismo día.

-¿Por qué? – preguntó la joven mientras miraba dentro del frasco en el que se veían los pinos de madera.

-Escúchame bien niña. Si llegaras a vaporizar este perfume más de tres veces, abrirías un portal y dejarías pasar al señor del bosque. El duende del invierno eterno.

-¿El duende del invierno eterno? -la anciana empujo a la joven fuera de su caravana.

-Ya te he avisado. Ahora vete. Estoy cansada.

-¡Espere! – gritó la muchacha – ¿Qué pasaría si ese duende pasase a nuestro mundo?

-¿A caso no te lo dice su nombre niña boba? – la amabilidad de la anciana se había esfumado, sus palabras eran frías y punzantes – Si el señor del bosque pasa a tu mundo, convertirá el pueblo y a sus habitantes en cubitos de hielo. Traerá sobre este sitio un invierno eterno. Así que si no quieres ver a tu pequeña y dulce hermana convertida en una escultura hielo, te recomiendo que me obedezcas – dicho eso, cerró la puerta de  la caravana y las luces de toda la feria se apagaron.

Unos deditos fríos tocaron la mano de la joven y a su lado vio la figura translúcida de una niña.

-Te dije que no entraras.

La figura desapareció lentamente y la joven decidió salir corriendo de allí. Pero cuando ya estaba fuera, miró hacia atrás y allí vio de nuevo a la niña, acompañada en la oscuridad de otras figuras más retorcidas. Con el frasco de cristal en la mano, caminó de vuelta a casa, con una mezcla de alegría y miedo. Se preguntaba si de verdad era un buen regalo para su hermana, parecía algo peligroso, algo con lo que era mejor no jugar. Cuando llegó a su hogar, subió las escaleras sin siquiera saludar a su familia, se encerró en su habitación y con el bote todavía en sus manos, se sentó en la cama y lo miró fijamente. Le entusiasmaba lo bonito que se veía, con los copos de plata resplandeciendo igual que la nieve por la mañana y los pequeños abetos de madera en el fondo. Sabía que a su hermana le volvería loca el regalo, pero no quería que saliera mal parada. ¿Tenía la suficiente madurez para respetar las normas? Se levantó y cerró con llave la puerta de su habitación. Luego vaporizó el perfume y volvió a ver aquel bosque nevado, a oír el tintineo de las campanitas y los pájaros cantando, por último respiró hondo el olor de los pinos y las galletas recién hechas y cuando ya estaba a punto de acabar la visión, se dio cuenta de que había algo distinto a la escena. Algo que no había la primera vez. Le costó ver que era en un principio, pero luego mientras todo se desaparecía poco a poco, le vio: detrás de uno de los arboles había un duende. Sus ojos brillaban como brasas encendidas, sus garras  de hielo arañaban la corteza del árbol congelándola y en su boca se dibujaba una sonrisa maléfica llena de afilados dientes. El susto que se llevó la joven fue tal, que casi lanza el bote por la ventana. ¿Estaba segura de lo que había visto? La figura era pequeña y estaba debajo de un árbol en la lejanía, ¿podría estar sugestionada por lo que la anciana le había dicho? Se quedó un rato mirando el frasco, las normas decían que no podía pulverizarlo más de tres veces al día y contando con la de la caravana, iban dos. Miró su reloj en forma de calabaza, las once y media, faltaban treinta minutos para las doce. ¿El día pasaría cuando se cambiara de día o cuando pasasen veinticuatro horas desde la primera pulverización? Tenía demasiadas dudas que quería resolver antes de darle el regalo a su hermana…

-¿Va todo bien cariño?

Sonó de pronto tras la puerta.

-¡Sí, mamá! – se acercó a la puerta escondiendo el perfume y la abrió solo un poco – Estoy preparando el regalo de navidad para la peque.

-Oh, ya le has encontrado algo. ¡Qué bien! ¿Qué es?

-Ya lo verás – le dijo con una sonrisa  – , así no podrás chivarte.

-Está bien… Oye, ¿te traigo algo de cena o comiste fuera?

-Comí fuera. Voy a terminar con esto y luego me meteré en cama, ¿te parece bien?

-Claro nena. Descansa.

La muchacha cerró de nuevo la puerta y respiró tranquila, ahora ya nadie la molestaría, pero aun así le puso el pestillo a la puerta. Se quedó sentada en la cama mirando fijamente el reloj, viendo el segundero dar vueltas y vueltas, tantas como sus propios pensamientos. Recordaba lo extraño que había sido todo en la feria: como las luces se había apagado de golpe y en medio de la oscuridad había aparecido aquella pequeña figura translucida, como queriendo avisarla de algo. Poco a poco, la aguja acabó marcando las doce y ella se levantó decidida: si al pulverizar el duende seguí allí, quería decir que todavía no se había recargado, si no estaba, debería suponer que si lo había hecho y entonces pulverizaría una segunda vez para ver si algo cambiaba. Era un buen plan, pero eso no quitaba que estuviera nerviosa, estaba aterrada de que las cosas salieran mal. Apuntó al vacío y apretó la borla, enseguida el bosque apareció, ella fijó la vista donde había visto por última vez al duende, pero allí no había nada. Paseó la mirada por cada rincón entre los árboles, buscando los ojos brillantes y la sonrisa de hielo, pero nada. Por lo que, cuando la escena desapareció del todo, tomó la resolución de volver a pulverizar, aun cuando sus manos temblaban. Y allí estaba de nuevo el deslumbrante bosque nevado y ella buscó con la mirada nerviosa al duende, pero de nuevo la escena se desvaneció, sin que hubiera rastro alguno del pequeño ser.

-Esto es raro – dijo en alto la muchacha –, es la segunda vez que lo pulverizo, debería haber aparecido… Bueno, aún puedo hacerlo una última vez.

Sin pensarlo dos veces, volvió a pulverizar el perfume y en la habitación apareció por tercera vez el bosque nevado, pero, de nuevo, no había rastro del duende. Cuando la escena se hubo esfumado, la joven se sentó en la cama sin entender absolutamente nada.

-¿Me lo habré imaginado de verdad? – tenía el botecito en sus manos y se preguntaba para sí misma que ocurriría si lo pulverizaba una cuarta vez – Debería asegurarme de que mi hermanita no va a correr ningún peligro mientras yo no esté aquí.

La preocupación era legítima, nadie podía negar eso, pero desde luego estaba bañada en una curiosidad  mórbida, había algo oscuro dentro de ella que la impelía a pulverizar el frasco una cuarta vez, aun cuando la habían avisado de que no debía hacerlo.

-Probablemente no pase nada – dijo con una sonrisa de autoconvencimiento en los labios y sin el mismo en sus manos apretó la borla. La imagen se formó delante de sus ojos y abarcó toda la habitación. Se sentía completamente dentro de la escena, incluso se atrevió a tocar uno de los árboles. Respiró hondo el aroma embriagador y se preparó mentalmente para que la escena terminara. Pero un segundo antes de que se disipase, el duende salió de detrás de un árbol y saltó delante de ella, empujándola hacia la cama. Sus ojos amarillos brillaban con tanta fuerza que parecían tener luz propia, iba vestido con pieles de ardillas rojas y sus dientes estaban hechos de hielo, como carámbanos desiguales colgando de unas encías grises, como el resto de su piel. Sus garras arañaron la piel de la joven causándole un dolor indescriptible.

-No deberías haberlo hecho niña – dijo el duende con una risa malvada, luego de lo cual congeló la habitación usando su aliento.

La muchacha tenía tanto miedo que cerró los ojos con fuerza y no los abrió hasta que no sintió que todo había pasado. Pero enseguida se arrepintió de haberlos abierto: su entera habitación se hallaba cubierta en hielo y nieve, como si hubiera dejado la ventana abierta durante una tormenta. El frasco había desaparecido y había un gran agujero en la puerta de su habitación.

-¡Mamá! – gritó con fuerza, pero al tratar de ponerse en pie, se dio cuenta de parte de su brazo izquierdo estaba congelado y que se extendía como una infección.

Consiguió ponerse de pie con mucho cuidado y cuando caminaba hacía la puerta, vio algo en su habitación. En el suelo, mirándola fijamente, había un pequeño muñeco de nieve. Sus grandes ojos hechos de botones la penetraban, haciéndola sentir que esa criatura podía saber lo que pensaba y de hecho, así debía ser, porque enseguida se formó una sonrisa de botones negros que denotaba maldad pura en cuanto ella empezó a temblar, la boca del muñeco se abrió formando un grotesco agujero, del que salía un grito gutural que asustó tanto a la joven que salió corriendo al pasillo y bloqueó el agujero de la puerta con un mueble. No dejaba de mirarla mientras respiraba con dificultad, tardó un minuto en dase cuenta del silencio frío y profundo que la rodeaba. Toda la casa estaba cubierta de nieve y hielo, la escarcha crujía bajo sus pies y de su boca salía vaho. “Ma…má”, dijo sollozando al ver a su madre convertida en una escultura de hielo, tratando de llegar hasta la habitación de la pequeña. Su expresión era de puro horror y tenía la mano adelantada hacia la manija de la puerta. Con cuidado de no romper a su madre, caminó hacia allí y entró en la habitación. Vio al duende agarrar a la niña mientras la congelaba con su aliento.

-¡No! ¡Para! – gritó ella – ¡Déjala!

Al verla, la criatura soltó un bufido y salió de un salto por la ventana. La joven corrió al lado de su hermanita quien lloraba mientras su cuerpo se congelaba poco a poco. Lentamente su piel se tornaba azul y en su pelo se formaba escarcha blanca. Las lágrimas caían como diamantes al suelo, donde se apilaban.

-Lo siento… – lloraba la muchacha tratando de dar calor a su hermana – lo siento mucho… – Poco a poco, los latidos del corazón de la pequeña cesaron y con ellos también las lágrimas.

Tardó en poder levantarse y asimilar la situación. Debía hacer algo antes de que todo el pueblo acabase congelado como su casa. Miró por la ventana y vio, con espanto, como ya varias casas se hayan sumidas en el hielo y como una especie de niebla oscura se adueñaba lentamente del lugar. Las luces de navidad permanecían encendidas en el hielo, dando una luz mortecina en medio de la bruma. Podía ver los horrendos muñecos de nieve mirar por las ventas de las casas congeladas, como sus nuevos dueños. Sentía su corazón encogerse, ¿por qué no había obedecido? El duende se la había jugado, la había tentado con la idea de que todo era una mentira y ella había caído como una mosca en la telaraña. Había sido una boba y ahora todo el mundo pagaría las consecuencias. Pero quizás hubiera esperanza, quizá si encontraba a la vieja de la caravana, ella podría decirle que hacer. Miró hacia abajo, la puerta de su casa estaba congelada, pero la nieve parecía mullida debajo de la ventana y ya no tenía mucho que perder, por lo que saltó, cayendo de espaldas sobre aquel cojín blanco y frío. Al ponerse de pie, notó algo en su mano: el frasco de perfume. “Se le debe haber caído al saltar”, pensó ella, “sí se lo llevó, es porque debe ser importante”. Lo tomó y partió hacía la feria. Cuando llegó al lugar no encontró nada; ya se habían ido. La desesperación se apoderó de ella una vez más, pero en la niebla vio al pequeño fantasma que había tratado de advertirla. Señalaba con su dedito frío y traslucido hacía la carretera, mientras se difuminaba hasta desaparecer. La chica corrió en la dirección que apuntaba y pudo ver en la lejanía las luces de la caravana. No se iba a dar por vencida y comenzó a gritar mientras seguía corriendo, la suerte estuvo de su lado y la escucharon.

-¿Qué te ocurre niña?

-¿Dónde está la anciana con la caravana?

-Estoy detrás de ti niña desobediente. ¿No te dije lo que pasaría si lo pulverizabas una cuarta vez?

-Lo sé… Pero… Yo… Supongo que no tengo una excusa válida para mis errores… Por favor, ayúdeme. Tiene que haber algo que pueda hacer.

-¿Y por qué debería ayudarte? ¡Te avisé y tú has desobedecido! Ahora asume las consecuencias.

-Las asumiría si recayesen en mí, pero es a los demás a quienes ese duende congela.

-Yo no te dije que fuera a ti a quien iba a congelar. Te dije, que convertiría a todos los que amas y conoces en estatuas de hielo. Que mayor castigo para tus actos, que ver a tus seres queridos sufriendo por tu culpa. Ahora asúmelo como puedas. Siempre puedes venir con nosotros, en esta feria hay muchos como tú.

-Tiene que haber algo que pueda hacer…

-¡No hay nada niña! – le gritó un hombre desde uno de los coches – Qué caprichosa eres, primero desobedeces, desoyes los consejos que se te dan y luego quieres que te demos una solución mágica que borre tus errores. Lo único que puedes hacer ahora es quedarte en este pueblo fantasma y vivir con el dolor de ver las estatuas de tus seres queridos o venir con nosotros y tratar que otros no cometan tus faltas.

-¡O puedo destruir este maldito frasco y todos tus cachivaches para que no entrampes a nadie más!

Y con amargas lágrimas en los ojos, lanzó el frasco al suelo, haciéndolo añicos. La fragancia la envolvió y la transportó a aquel bosque perfecto, que tanto le habría gustado ver a su hermanita. Se dejó acariciar por el suave sonido de las campanitas y de los pájaros, que parecían llorar en vez de cantar. Se tiró en la fría nieve y sintió como los copos le rozaban la cara al caer. Lloró desconsoladamente hasta que el aroma del pan de jengibre, de la leña y los pinos se introdujo dentro de ella y la reconfortó un poco. Abrió los ojos esperando ver como la imagen desaparecía, pero no fue así. Nunca llegó a irse.

La anciana recogió del suelo el nuevo bote negando con la cabeza.

-No es tu culpa Amelia. Has hecho lo que tenías que hacer. La advertiste, le diste la oportunidad de venir con nosotros…

La anciana acariciaba el bote con tristeza y clavó sus ojos en la espesa bruma donde apareció el duende en compañía de una pequeña niña de tez blanca y ojos de hielo. Se mediar palabra, se la entregó a Amelia mientras esta le daba a cambio el frasco con la joven dentro. Después de tanto tiempo, por fin volvía ver a su hermana pequeña.

Tamar Sandoval