El Dragón de la Desesperación
Caminaba sintiendo la tierra seca y fría bajo sus pies descalzos, ya ensangrentados luego del largo y accidentado viaje. Sus heridas estaban cubiertas de un polvo rojo que formaba una costra blanda que, de alguna forma, le mitigaba el dolor. Ya hacía un buen tramo que el bosque la había rodeado por completo, apenas dejando pasar la luz del sol para calentar sus congelados huesos. El vestido, antes blanco como la escarcha en una soleada mañana de invierno, estaba rasgado y sucio, cubierto con la tierra roja que flotaba a su alrededor con cada paso que la muchacha daba. Sentía, ya desde hacía un buen rato, que unas sombras la seguían, flotando cerca de ella, como girones de satén movidos por la brisa. Pero sabía las normas, no debía volver la vista atrás, bajo ningún concepto debía pararse y jamás debía llorar o gritar, no importaba cuanto le dolieran los pies, no importaba la sangre que dejase en el camino o las visiones que viera por los rabillos de sus ojos… Debía caminar despacio siguiendo el sendero, con la vista fija al frente y los labios sellados.
Aun sin poder verlas, sabía que sus pies dejaban huellas en la tierra, pero tenía la sensación de que, con cada paso, estas se volvían más livianas. Sentía que sus pies se hundían menos y menos en la suave tierra. Como si esas sombras que la seguían se hubieran estado alimentado de la pesada carga que la joven llevaba encima, de todo el dolor y la tristeza que la consumía desde hacía años. Era casi como, si durante toda su vida, hubiese tenido un monstruo enroscado a su pecho, con su asquerosa cabeza llena de dientes, pegada a su nuca, haciéndola sentir pesada y débil; absorbiendo cada alegría y cada ilusión, infectándola con su veneno frío y azul, llenándola de desesperación, sumiéndola en la oscuridad… Y como si fuese un manjar, aquellas sombras lo devoraban con avidez, haciéndolo cada vez más pequeño y frágil, la muchacha casi podía oír sus gemidos de angustia al desaparecer. Y era realmente ese sentimiento de alivio lo que la hacía seguir caminado a pesar del cansancio y el dolor.
Todo había comenzado un día en la biblioteca de su escuela. Su profesora estaba enferma y mientras los demás compañeros aprovechaban para ir al bar a jugar al futbolín o al billar, ella decidió quedarse a leer. Le gustaba pasar los dedos por los lomos de los libros, esperando a sentir algo especial, a que el libro adecuado la llamase a sumergirse en sus lagos de tinta y pasear entre sus líneas amarillentas o blanquecinas, a respirar hondo su aroma y acariciar sus suaves páginas. Era allí, entre libros, donde más a gusto se sentía, protegida por sus héroes y heroínas, por sus monstruos y fantasmas, por sus ideales e historias, que formaban una barrera a su alrededor. No fue hasta que su torturado corazón empezó a llenar su frágil mente de ideas funestas que aquel libro la llamó. Lo tomó en sus manos y sintió que, a pesar de ser viejo, se notaba nuevo, como recién escrito. En el lomo podía leerse en letras rojas gravadas en lo que parecía piel el nombre del mismo, “Dragones”, y debajo el dibujo de una especie de conejo de penetrantes ojos. Intrigada, decidió abrirlo, pero donde debía estar el nombre del autor, solo encontró de nuevo el dibujo de aquel conejo que parecía observarla. Guiada por él se sentó y se puso a ojear las bellas ilustraciones de los diversos dragones, leyendo por encima sus nombres y descripciones. Pasaba las páginas como hipnotizada, manchándose los dedos con la tinta aún fresca, sintiendo cada vez más y más curiosidad; hasta que de pronto lo encontró: El Dragón de la Desesperación. Leyó el nombre en bajo y un escalofrío recorrió su espalda. Lo supo de inmediato, esa era la respuesta a todos sus males, si encontraba a ese dragón podía llegar a un trato con él y poner fin a su sufrimiento.