El Dragón de los Secretos
Las ciudades grandes, están llenas de oscuros rincones que supuran secretos, como si de heridas abiertas se tratasen. Secretos, que esperan pacientemente, hasta que la persona adecuada se acerca y entonces, se lanzan sobre ella, atrapándola con sus garras llenas de un veneno llamado curiosidad.
Ella tenía sed, él llevaba horas con ganas de ir al baño. La cita no había salido como ellos esperaban y un silencio duro como un muro los separaba. Caminaban sin rumbo fijo entre las calles sin nombre, llenas de edificios que parecían querer tocar el cielo. Calles, que daban a más calles, que daban a más calles. Al final de una de estas, apareció un local con un cartel de madera que ponía “Taberna El Anticuario”; se miraron y sin romper aquella pared invisible entre los dos, entraron sin darle vueltas.
Ella se quedó ensimismada con la cantidad de cosas que poblaban el pequeño local. La luz provenía de unas lámparas de cristal de colores, proporcionando una claridad oscura. Las paredes estaba cubiertas de cuadros y fotos enmarcadas, había ornamentos y estanterías llenas de más cosas. Las mesas eran diferentes entre ellas, ninguna igual a la siguiente; lo mismo pasaba con las sillas. A pesar de lo pequeño que era el local, ella tenía la sensación de que iba a perderse y cuanto más caminaba, más grande y saturado le parecía aquel lugar. Pronto dejó de oír a la gente que charlaba animadamente en las mesas y la música de los años veinte que sonaba de fondo, todo quedó relegado a un eco lejano en sus oídos. Encontró un salón apartado de los demás, escondido tras unas cortinas purpuras pesadas llenas de flecos y borlas; en él, solo había una mesa para dos, cubierta con un mantel tupido rojo burdeos, también con flecos y dibujos de hojas en dorado. Encima de la misma, había un candelabro de oro envejecido; las sillas estaban tapizadas en terciopelo verde oscuro y rojo carmín. A su alrededor había un mueble de madera, muy antiguo, que daba la vuelta a toda la estancia; su encimera, estaba cubierta de innumerables velas amarillentas encendidas, las llamas bailaban al son de una melodía inaudible, su cera parecía que llevaba siglos derritiéndose, formando frágiles y gruesas estalactitas. Las paredes veladas con un papel pintado a juego con el mantel, se hallaban desprovistas de adornos, salvo por un solo cuadro en el centro de la pared central. Un cuadro grande y pesado, con un marco dorado viejo y un cristal cubierto de polvo. Detrás de este, había una máscara de porcelana, con los ojos vacíos y una sonrisa roja permanente. Su piel, antaño blanca, ahora tenía un tono grisáceo amarillento y estaba cubierta de grietas negras finas, que la recorrían como venas. Tenía a su alrededor un tocado hecho con abanicos rojos y amarillos. Había algo en ella, que le generaba una sensación extraña en su corazón, algo que le impedía dejar de mirarla. Había algo en sus ojos, en los huecos de sus ojos, una oscuridad viva, densa, algo que la observaba de alguna forma. Consiguió darse media vuelta y hacer el amago de irse de allí, pero el ruido de algo chocando contra el cristal con insistente violencia y luego el estallido de un ciento de cristales precipitándose contra el suelo, se lo impidieron. El miedo la había clavo al suelo, una parte de ella deseaba salir corriendo, pero sus piernas parecían formar parte de la decoración, rígidas como la madera de la mesa, no se movían; otra parte de ella deseaba mirar, la curiosidad era tan fuerte que la consumía, como un veneno dulce que le recorría sin prisa, pero sin pausa, cada músculo de su cuerpo. Esto último fue más fuerte que el miedo y se giró con cuidado. Pronto sintió como su alma abandonaban su cuerpo y se quedaba sin respiración: delante de ella estaba la máscara. Había salido de su prisión. La miraba sin ojos, pero la miraba. Tenía un cuerpo que salía del cuadro en la pared, estaba cubierto por más máscaras, cada una distinta a la otra; algunas más nuevas otras tan viejas como la principal.