El Dragón Tapizado

Había una vez un hombre muy mayor que regentaba una tienda de antigüedades. Él amaba las historias que las cosas antiguas portan con ellas y era un gran coleccionista de estas. Un día, caminando por las abarrotadas calles de un mercadillo, vio en una de las tienduchas algo que capto su atención por completo: un dragón. Más bien la escultura de un dragón o lo que quedaba de ella al menos. Emocionado, le preguntó al vendedor cuanto quería por la estatua, a lo que él contestó que no estaba en venta. La había encontrado en el desván de una vieja casa, pero estaba demasiado deteriorada para venderla, así iba a deshacerse de ella. “¡No!” Gritó el anticuario, con tanta energía que todos se volvieron para mirarle. “Yo se la compro. Pídame cuanto quiera”. El vendedor trató de convencer al viejo de que la talla no valía nada, pero al ver la insistencia del hombre, decidió regalársela. Cuando el hombre regresó a su tienda, estaba que no cabía en sí mismo de la emoción. Desempaquetó con cuidado al gran dragón, el cual había perdido sus alas y gran parte de sus escamas. “Cuando termine contigo, volverás a tener la gloria que tenías antes”, le dijo con cariño.

Durante meses trabajó en él: reconstruyó su cuerpo, con tela metalizada lo tapizó, devolviéndole sus áureas escamas; con mimo, le colocó dos enormes abanicos chinos de seda dorada como alas y monedas, alrededor de su cuello. Tan solo quedaba el peculiar cráneo, que era como una calavera de algún tipo de animal prehistórico, pero tenía dos agujeros y varias zonas resquebrajadas. “Quiero conseguir alguna clase de hueso para cubrirte esos desperfectos… Vas a quedar perfecto, ya lo verás”, le decía mientras le acariciaba la mandíbula. Pero las cosas no iban a salir como el anticuario pensaba.

Él dormía en su propia tienda, en la parte de arriba, en una cama grande rodeado por libros que olían a cientos de almas que los había leído; por piedras y gemas de todos los colores, por miles de cachivaches extraños que tocaban melodías de otras épocas… Decían que en su tienda había alguna clase de magia, que hacía que ciertos objetos cobrasen vida y se movieran libremente durante la noche. Algunas personas reportaban haber visto a las muñecas bailar en la madrugada y otros afirmaban que los maniquíes del escaparate, les seguían con la mirada al pasar por delante de la tienda. Pero hay gente que no tiene respeto por nada y en un estúpido intento por demostrar su hombría, unos críos se colaron en la tienda para pasar allí la noche. Pero no contaban con que el hombre dormía allí mismo y menos aún, con que se levantase en medio de la noche al oír los ruidos. Al verles en medio de la oscuridad, pensó que eran unos ladrones y el susto que se llevó fue tan grande, que su corazón no puedo soportarlo y se paró. Lo críos entraron en pánico y decidieron que lo mejor era irse de allí. Sin embargo, había alguien que no estaba del todo de acuerdo con esa acción. Se movía deprisa entré los abarrotados estantes y los gigantes jarrones de porcelana, pronto se sintieron acorralados, como si las muñecas los observasen desde cada rincón con sus ojos fríamente ciegos y algo, que aún no tenía forma, los acosara desde la oscuridad. Sonaba viejo y olía a polvo. Corría sin parar, de un lado a otro de un lado a otro… Uno de los niños no aguató más la presión y gritó “¡sal de una vez!”. De pronto, todas las muñecas giraron sus cabezas hacía el sonido y algo desde el techo, comenzó a descender. Su cráneo inacabado, sin ojos, desconchado, lleno de dientes y cuernos, le miraba sin ver, su cuerpo tapizado se enroscaba a su alrededor, sus alas de abanico hacían un sonido estridente al abrirse y cerrarse, levantando polvo… No tenía voz, pero no hacía falta; ellos sabían lo que habían hecho, sabían lo que él les decía con su ciega mirada: “Si rompes algo lo pagas. Y vosotros habéis roto algo muy valioso… Ahora tendréis que pagar el precio”.

Tamar Sandoval