Una Mala Decisión

Llovía a mares. Ella veía las gotas estrellarse contra el cristal del coche. No se podía decir que estuviera asustada, pero sí quizás inquieta. Apretaba el bolso con fuerza y algo dentro de ella, le decía que abriera la puerta del coche y saliera corriendo bajo el frío aguacero; pero al mismo tiempo, algo la retenía en su asiento, como unas manos fuertes y afiladas que no le permitían moverse. Veía las luces de los edificios en la lejanía y en ellos pequeñas sombras moverse, como una colmena llena de insectos. Se preguntaba qué harían, qué pensarían; se imaginaba volando hasta el último piso, para encontrarse con aquellos magnates y charlar con ellos, hacerles sucumbir a la tentación de estar con ella. Soñaba con ir a un restaurante de esos lujosos y luego a un hotel, con un Dorian Grey que la hiciera suya. Esa idea hizo que se relajase un poco, como una neblina encima de la realidad. Una realidad que no dejaba de mirarla desde el asiento del conductor. Sus ojos, aún húmedos, brillaban al compás de la luz del intermitente. Como si la chispa de la vida entrase y saliese de su cuerpo. Como si la realidad fuera discontinua. A ratos vivo. A ratos muerto. A ratos vivo. A ratos muerto. Le hacía gracia. Ella siempre había sido como dos personas dentro de un mismo cuerpo: una inquieta, quizá algo perturbada, alocada, siempre dispuesta a volar lo más lejos y lo más alto posible; otra tranquila, racional, siempre con los pies en el suelo, aburrida… La sangre de la navaja también brillaba con la luz naranja. Cada gotita parecía un cristal y a ella le pareció hermoso. Veía como el líquido vital, que aún emanaba desde la garganta, se escurría con cuidado por su cuello y bajaba lenta por el brazo, pintando el cuerpo del gran dragón que él llevaba tatuado. Se imaginó como este cobraba vida al recibir la sangre fresca y le concedía un deseo.
-Desearía no haberte conocido. Así no habrías muerto.

Tamar Sandoval