La Niña y la Anciana

La sala olía a pan y a fuet. La niña de cabellos de oro, se había llenado el vestido blanco de migas y sus ojos de madera barnizada, miraban el sol acariciar las hojas de los nísperos cubiertas de terciopelo blanco. La ventana tenía una rendija abierta y se colaba para hacerle compañía, lenta y juguetona, la brisa de la tarde, acariciando las blancas cortinas de gasa con dibujos de flores; la incitaba a salir a jugar, a buscar alguna aventura con la que llenar sus sueños a la noche. La niña estaba descalza y metía los dedos entre las hebras de la alfombra roja y negra, mientras bebía a sorbos la dulce leche con miel que su abuela le había preparado. Una vez que hubo terminado el largo vaso, se quedó un instante con la mirada fija en una mariposa de grandes alas amarillas, que había decido descansar en una de las fuertes y oscuras hojas del níspero. Se levantó y abrió la ventana observando al insecto que la miraba con cautela. Alargó la mano, invitando a la mariposa a posarse en su blanco dedo, pero ésta prefirió echarse a volar, ya había descansado suficiente y su vida era muy corta para hacer amistades. La niña sonrió y la vio irse hasta que desapareció entre las copas de los árboles que rodeaban la casa de sus abuelos; se imaginó a si misma abriendo sus alas amarillas y saliendo por la ventana a surcar el cielo. Sus pies notaban ahora la madera cálida del suelo y las migas que caían desde el vestido. La brisa había decidió jugar con su pelo suelto, susurrándole al oído, “venga, vamos a jugar, aún es temprano” y como dándole la razón, la pequeña asintió, volvió a dejar la ventana como estaba y recogió las cosas de la merienda, dejando sonoras huellas detrás de ella al caminar por el reluciente granito del pasillo mientras iba tarareando una canción que ella misma se había inventado.

– ¡Voy a jugar a la caseta! -. Gritó desde las frías escaleras.

– ¡Vale! – Le contestó una dulce voz desde algún lugar de la casa -. ¡Pero cálzate!

– ¿Cómo sabes que estoy descalza?

– ¡Magia! – La respuesta le sacó una sonrisa a la pequeña mientras se ponía sus botas de agua azules. Hacía calor, pero a ella le daba igual, siempre que iba a casa de sus abuelos solo había dos opciones de calzado: ninguno o las botas azul marino con dibujos de colores.

Tamar Sandoval