Un Niña Tonta

Parecía que no le faltaba de nada. El joven doctor poseía una brillante carrera como investigador, una mujer bellísima y una lujosa mansión. Se sentía completo y no deseaba que nada cambiara. Pero la vida no estaba de acuerdo y la sorpresa llegó una radiante mañana de Septiembre. Los árboles del jardín comenzaban a colorearse de amarillo y las rosas rojas se abrían lentas, como despertando de un largo letargo. El rocío brillaba en el césped y la casa olía a café recién hecho. El doctor estaba sentado leyendo el periódico y comiendo una tostada con mantequilla, su mujer no dejaba de mirarlo insistentemente, “¿qué es lo que ocurre?” Le preguntó con indiferencia. Tras un silencio, le miró con los ojos vidriosos, llenos de felicidad, las mejillas sonrojadas y una mano posada, suave, sobre la de él, “estoy embarazada cariño, vamos a tener un bebé”. Él sonrió, estaba seguro de que sería un niño. Un precioso varón que heredaría su legado y que le haría sentir el hombre más orgulloso del planeta. Ahora sí que estaría completo. Pero de nuevo la vida no estaba de acuerdo con los pensamientos de este hombre y en vez de varón, le otorgó una niña. Una hermosa niña de ojos grandes rebosantes de curiosidad e inteligencia, pero una niña a fin de cuentas. El doctor se sintió decepcionado y frustrado. La miró con odio nada más verla. “Eso no es lo que yo quería”, le dijo a su mujer mientras señalaba con el dedo a la niña.

Se enfrascó en su trabajo para no tener que estar en casa escuchando sus insoportables lloros,  “sus tonterías de princesa” como los llamaba él. “¿A caso crees que si hubiera sido un niño no lloraría? Es un bebé, es normal que llore” gritaba la esposa con lágrimas en los ojos mientras él salía a trabajar dando un portazo. Nunca cogió a la niña. Nunca le hacía caso. Fue la madre la encargada de cuidarla y de enseñarle todo cuanto estuvo en su mano, puesto que la nena parecía un pozo de sin fondo, una esponja que absorbía toda la información que recibía.

Cada día, el padre se esforzaba por pasar menos y menos tiempo con ellas, hasta tal punto que, siendo él un imponente doctor, no notó que su preciosa mujer estaba enfermando. Ella se maquillaba para no preocupar a su niñita, aparentaba estar bien, pero no lo estaba. Y cuando por fin el hombre se dio cuenta de este hecho, fue demasiado tarde. La mujer no tardó ni un mes en morir y al doctor no le quedó más remedio que ocuparse personalmente de su, muy a su pesar, hija.

Ella era brillante. Todos los profesores lo decían, pero él solo veía una niña donde debería haber un varón. Un hombrecito que no hubiera llorado en el hospital delante de todo el mundo avergonzándolo.  Por lo que contrató canguros que se ocupasen de ella y que no le molestasen con tonterías.

Tamar Sandoval