La Tortuga y el Dragon
Había una vez una tortuga que vivía tranquila en la rivera de un río. Por el pasaban todos los días salmones, saltando alegremente y eran el desayuno de una bellísima águila, de grandes alas color bronce. La tortuga estaba completamente enamorada del águila y no se perdía ni un día sus acrobacias elegantes para pescar.
Con el tiempo se atrevió a hablarle y la avispada águila no tardó un instante en darse cuenta de lo enamorada que estaba la tortuga de él. Lo cierto era que el águila ya se había fijado antes en la tortuga, pero no por los mismos motivos que ella. El invierno se acercaba y la gran tortuga sería una fuente de alimentos magnifica. Pero el mayor problema era el tamaño de la misma, no podía agárrala con sus garras para llevarla a su nido y despeñarla, rompiendo su duro caparazón para acceder a la deliciosa carne. Al darse cuenta de los sentimientos de la tortuga, decidió que los usaría a su favor. Durante algún tiempo le llevó regalos a la reptil y se pasó largas horas hablando con ella, hasta que por fin un día consiguió convencerla de que se fuera con él a su nido. El camino fue lento, pero el águila, que iba subida a su caparazón, sabía que valía la pena, ya no tendría que ir a pescar en todo el invierno o por lo menos en una gran parte.
Los días pasaron y la tortuga no podía ser más feliz. Desde lo alto de la montaña podía ver todo el bosque y el río. El águila le traía la comida y regalos, por lo que no necesitaba moverse de allí. Le gustaban las flores que crecían entre las filosas piedras, le recordaban a ella: duras y persistentes. Todos los días se acercaba hasta el precipicio donde crecían para obsérvalas y olerlas. El invierno había llegado y la montaña se haya cubierta de nieve. Las flores moradas resaltaban más que nunca en el manto blanco y ella salió del nido para ir a verlas. Estaba al borde observando el bonito espectáculo cuando de pronto sintió como el águila se lanzaba a por ella en picado. Con un par de rápidos movimientos consiguió hacerla rodar montaña abajo. Mientras caía, la pobre tortuga pudo ver los malignos ojos del águila desde la cima. Con lágrimas en sus ojos supo que su final había llegado y esperó el golpe. Pero este nunca llegó, en su camino se tropezó con un arbusto que cambió su trayectoria hacia el interior de una gruta.
Se quedó allí asustada dentro de su caparazón durante horas. No podía dejar de temblar o de llorar y le costaba pensar con claridad. Sabía que no debía quedarse allí o moriría de frío. Así que saco fuerzas de su corazón y empezó a caminar, lenta pero segura, por la gruta. No había llevaba avanzando ni una hora cuando escuchó unos lamentos, que provenían del interior de uno de los túneles, del que provenía también una luz naranja bailarina. Decidió ir a mirar, quizá fuera alguien que pudiera ayudarla a salir de allí. Cuando más caminaba, más se daba cuenta de que la luz era de una hoguera y los lamentos se hacían cada vez más notables. Al fin llegó al final del túnel y con sorpresa se encontró con un bebé dragón que no dejaba de llorar.
-Hola pequeño. ¿Estás solo?
-Sí – dijo entre sollozos.
-¿Y por qué lloras?
-Por eso mismo. Me han dejado aquí abandonado. Por lo visto soy demasiado débil para ser un dragón. Siempre me pongo enfermo…
La tortuga se compadeció del dragoncito que temblaba más que ella. Decidió que lo cuidaría como si fuera suyo y que no le permitiría seguir llorando. Junto salieron de la gruta y sobrevivieron al duro invierno. Con la primavera, los ánimos cambiaron y el dragón comenzó a crecer y a explorar. La tortuga no podía seguirle el ritmo, así que el dragón permanecía siempre cerca de su nueva madre, nunca salía de su vista. Ella le enseñó todo lo que sabía: que plantas podían comerse y cuales no, cuales eran medicinales y cuales mortales; le enseñó a leer, a escribir y a dibujar; le enseñó a esconderse y a nadar. Le vio crecer y cuanto más crecía más miedo tenía de que algo malo le pasara o de que se marchase y la dejase sola. Ese miedo empezó a calar en los huesos del dragón, quien se sentía incapaz de hacer nada sin su madre. Con el tiempo, la tortuga se dio cuando de que había algo que no podía enseñarle: a usar sus alas. Ella no quería frenar al pequeño y le instó varias veces a tratar de usarlas, pero el miedo que la tortuga tenía de que el dragón se hiriera se transformó en miedo a herirse en el dragón, por lo que decidió que estaba mejor en tierra con su madre adoptiva.
Los años pasaron y el pequeño dragón se convirtió en un gran dragón de bellas escamas doradas y blancas. Era un dragón alegre y bueno, que siempre trataba de ayudar a todo el mundo, tal como su madre le había enseñado. Solo había un problema, sus alas se habían atrofiado de no usarlas y apenas podía siquiera abrirlas. Trataba de no pensar en ello, pero cada vez que veía a otros dragones volar, su corazón se llenaba de congoja. La tortuga, que no era tonta, se daba cuenta de ello y se sentía culpable. Un día mientras la tortuga recogía bayas en el bosque, no pudo aguantar más la congoja y se echó a llorar.
-¿Por qué lloras? – le dijo una estridente voz desde un árbol cercano -. ¿No tienes suficientes bayas? – la tortuga vio a la voz detrás suya, era una dorada ardilla que la miraba con curiosidad.
-No… Ese no es motivo amiguita – la ardilla dio un salto a su caparazón y se sentó a comer una nuez mientras la tortuga le contaba su historia.
-Hum… Veo porque estás triste, pero no tienes ningún problema en realidad. Si tan culpable te sientes, arregla las cosas.
-¿Cómo? Sus alas se han atrofiado, ya no podrá volar…
-Meh. Eso no es del todo cierto. Mírame a mí. Yo no tengo alas y vuelo.
Con rápidos movimientos se subió a un árbol y luego de un salto planeó hasta el siguiente. Ella tenía razón, aun sin alas volaba y era muy bella. La ardilla aceptó ayudar al dragón a aprender a volar. Durante días la tortuga vio como su pequeño saltaba de roca en roca, como se hacía heridas, pero volvía a levantarse. Sentía una mezcla de dolor y orgullo. Pero un día, cuando la ardilla ordenó al dragón que saltase de desde una gran roca, el corazón de la tortuga no pudo sopórtalo más y quiso pararlo, pero fue una fuerte garra quien la paró a ella. A su lado había un gran dragón negro que le sonreía.
-No voy a comerte tranquila. Creo que has hecho un trabajo magnifico criando a esa criatura.
-Gra… Gracias –dijo con algo de temor la tortuga – ¿podrías soltarme? Me gustaría frenarle antes de que se hiciera daño…
-Pero creo que has olvidado algo muy importante – le contestó el dragón negro ignorado sus palabras.
-¿A sí? ¿El qué?
-Que no es una tortuga, es un dragón – dijo con sorna.
-Oh, vaya, gracias, ni cuenta me había dado.
-Y si te has dado cuenta de que es un dragón… ¿Por qué le tratas como si fuera una tortuga?
-… – la tortuga se hallaba desconcertada.
-Mírale lleno de vida, riéndose a carcajadas… Hay seres que aprendemos así, a golpes y fallos. Nos gusta lanzarnos y caer y levantarnos y ver las marcas del aprendizaje. Nos gusta presumir de ellas. No tenemos miedo. No nos movemos lentos ni nos gusta estar con los pies en el suelo mucho tiempo. No trates de convertirlo en una tortuga otra vez, porque no funcionará – aflojó la presión y levantó su garra del caparazón de la tortuga -. Si lo haces morirá de pena o se acabará yendo de tu lado para no volver.
El joven dragón acabó aprendiendo a volar, a confiar en sus alas y a usarlas con talento. Y la tortuga aprendió que un dragón siempre será un dragón y que no puede ser tratado como a otra cosa. Criar con miedo nunca da buenos resultados y tratar de encajar un cuadrado en el molde un círculo tampoco, al final solo se genera odio y dolor. Pero si se aplica el amor, la compresión y la tolerancia, una tortuga puede ser la mejor madre para un dragón.
Para mi tortuga, gracias por cuidarme a pesar de ser un dragón tozudo 🙂