Un Viaje Largo

A Long Travel

El trayecto desde la planta baja hasta la quinta planta siempre se me hacía eterno. Como si el ascensor fuese al ralentí y tuviera que subir cien plantas en lugar de solo cinco. Él dormía, como siempre, lo cual era un alivio; no estaba preparada para ser madre y ese trabajo me lo demostraba día a día. En el espejo gris y algo sucio vi mi mal cuidado reflejo. El pelo revuelto, peinado a correr, las ojeras de mapache y la ropa descolocada, daban la impresión de que me acababa de levantar de un tortuoso y corto sueño sin ni siquiera cambiarme de vestimenta. En el triste reflejo veía también, a través de la vieja puerta, el ascensor ascender a toda velocidad, lo cual me resultaba irónico dado lo lento que a mí se me pasaba el tiempo en aquel minúsculo receptáculo, en el que supuestamente, cabían cuatro personas.

Por fin el panel numérico marcó un brillante número cinco con luces rojas y las puertas de metal se abrieron pesadas tras la vieja puerta verde militar, la cual poseía un cristal denso y opaco desde el cual solo se podía observar la profunda oscuridad del rellano. Escuchaba ruidos metálicos, como si las cuerdas de acero que nos mantenían en el aire apenas pudieran con nuestro peso. Al tocar la puerta con mis manos desnudas sentí un frío doloroso calarme la piel, que no hizo más que intensificarse al abrirla y chocar de bruces con aquella oscuridad densa como la niebla en febrero. Sacar el carro del ascensor era la peor parte: la pesada puerta que se cerraba sola, las ruedas atascándose en los rieles, el poco espacio para maniobrar… y aquella fría oscuridad que me envolvían como una manta suave y mojada. La luz automática del rellano se negaba a encenderse, como si no me reconociese como humana, como si mi apariencia de muerta en vida me arrebatase también el alma. Al tirar del carro, el niño se quejó y yo no puede hacer otra cosa que suspirar. Se había despertado de su siesta y eso solo significaba una buena serenata de lloros y berrinches. Decaída y cansada tiré de nuevo del carro mientras sujetaba la puerta con la mochila, la luz seguía sin funcionar y tan solo el resplandor blanquecino del habitáculo permitía ver las siluetas de las sólidas puertas de seguridad. Era el mismo rellano de siempre, pero sentía algo distinto en el ambiente. Aquella oscuridad más densa y fría de lo normal me indicaban que algo no iba bien. La capucha del carro no me dejaba verle la cara al niño, pero los lloros y las quejas me confirmaban que el pequeño se había despertado del todo y que no estaba de buen humor.

Tamar Sandoval